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DE DOLOR

Todo dolor. Todo duele.

Nacer, usar los ojos, la boca, llenarse luego los pulmones de esta nada, el aire aséptico de quirófano.
Desprenderse de la madre, desgarrada. Nacer duele y daña.

Crecer, estirar también la razón a los confines absurdos. El bajo nivel cognitivo. Dar con los huesos, recién formados, en suelos rugosos y verse humillado por la insolencia de aquella ley que se desea dominar, otro enemigo. Gravedad.
Limpiar la carne magullada, endurecerse, sanar.

Cada una de estas cosas, al caso simple de existir o no, llevan impregnado un dolor sordo que las hace huirse por miedo a alcanzar, o ser alcanzadas, con ese daño que a su vez las une, cómplices de su secreto, tabú. El innombrable.

Relacionarse, traspasar esa frontera de los nombres hasta chocar con la herida del otro. El ‘dilema del erizo’.
Contagiarse las manías, las locuras.
El vértigo del amor.
Cenizas tras la llama de una pasión que lo consume todo en el trance de su baile demencial.

La calma. A solas con el dolor.

La muerte, parece el fin, pero el recuerdo prevalece. La marca, la huella que pretendemos dejar antes de irnos, escarba en el pecho de aquellos que permanecen.

Por eso añoro la ligereza de las plumas, los ojos inexpresivos de las aves. La arquitectura efímera del nido.
Quiero sobrevolar el laberinto de dolor en que me encuentro y no llevarme conmigo nada y no tener que abandonarlo luego.

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